25 de agosto de 2011

Amén


El verano en Madrid es increíblemente agradable. La brisa marina sacude las floridas ramas de los árboles, mientras los ciudadanos pasean felices por las avenidas, dejando que el sol acaricie suavemente su piel y la broncee sin quemarla. Los pajaritos azules esos que siempre salían en las películas de Disney también se dejan ver, revoloteando en bandada y refrescándose en las fuentes del Retiro. Toda la ciudad respira tranquilidad, paz y armonía, y ni una sola gota de contaminación.

El que viva, haya vivido o haya pasado medio minuto en Madrid sabe desde hace rato que estoy bromeando. El verano en Madrid es increíblemente insufrible. La única brisa marina que disfrutamos sale del contenedor de la pescadería cutre más cercana, los cadáveres de los pajaritos azules se amontonan en las aceras, y venga, hombre, ¿árboles vivos en Madrid? Podría estar horas enumerando las desgracias de pasar el verano en esta ciudad, pero desafortunadamente, abrir la boca más de diez segundos aquí significa intoxicación inmediata.

Es entendible, por tanto, que, llegado Julio, los madrileños tomemos el primer avión, cojamos el primer tren, o nos agarremos a los bajos del primer autobús que salga de la ciudad y pongamos pies en polvorosa, siempre y cuando a Polvorosa no le importe. Yo mismo, sin ir más lejos, planeé estos dos meses y pico con minucios... miniuciso... minuciosamente, siempre evitando pasar más de tres días en la capital. Haciendo gala de mi superdotada inteligencia, fui en busca de temperaturas agradables y fresquito a Almería, porque así soy yo de chulo. Más tarde redirigí mi rumbo y recalé en Galicia (porque los chulos apoyamos al turismo nacional), donde pude disfrutar de oxígeno limpito, acompañado de aproximadamente cinco kilolitros de agua por metro cuadrado. Tras este drástico cambio climático, decidí valientemente volver a Madrid, el día 17 de agosto de 2011. Lo recuerdo perfectamente porque fue el día que me cagué en todos mis muertos por tomar tan valiente decisión.

Resulta que, iluso de mí, esperaba encontrarme una ciudad desierta, con esas bolas de zarzas o yoquéséquéserán girando por el asfalto; una ciudad donde yo gritaría tranquílamente "¡aborto!" y tan sólo mi eco me respondería. En lugar de eso, sin embargo, cuando me dispuse a gritar "¡aborto!" como todas las mañanas en la esquina de mi calle, me interrumpió la voz de un joven, que pasaba por mi lado junto a su grupo, rigurosamente vestidos de amarillo, con sombreros y banderitas. El chaval, no más alto que yo, se puso a dos centímetros de mi cara y me gritó "¡Jesús te ama!".

Tras unos segundos de asimilamiento, me giré, pensativo. ¿Quién era ese Jesús y por qué mandaba a un sudoroso prepúber para declararme su amor? ¿Es que no conocía el e-mail? Incluso horas después, cuando me enteré del verdadero motivo de aquella concentración masiva, mi confusión no hizo más que crecer, acompañada de mi enfado. Osea que además de no tener los huevos de personarse y decirme que me quería, ¿se lo había dicho a millones de personas más? ¿Y cómo se atrevía a amarme, cuando es su misma Iglesia la que condena la homosexualidad? Decidido a aclarar todos estos enigmas, volví a lanzarme a la calle.

Elegí El Retiro como inicio de mi apasionante aventura. Tras cruzarme con multitud de pequeños grupitos abanderados (cuánta tía buena, madre, hasta me dieron ganas de casarme con todas para que me dejaran... en fin, continúo), llegué al centro del parque, donde me perdí entre la marabunta cristiana: rumanos, italianos (que digo yo, ¿el Papa no vive en su país?), canadienses, australianos, islandeses y hasta un fotógrafo que se empeñaba en sacarme junto a un grupo de chinos como si formara parte de él. Y todo esto, para que un viejete con bata blanca como la que se pone mi madre para dormir les salude desde detrás de un cristal. ¿Es que en sus países no tienen hospitales geriátricos?

La siguiente hora pasó de largo, mientras yo enfilaba una gran avenida llena de cuadriculados urinarios blancos (más tarde comprendí que eran confesionarios) e intentaba disimular mi cara de compasión al ver las largas sotanas negras de los curas. Lo reconozco, recé, por su bien, para que llevaran tanga debajo.
Poco a poco, sin embargo, iba dejando atrás mi confusión inicial. De camino a casa, incluso, me dediqué a susurrar "condón", "eutanasia" o "Dan Brown" a todo el que se cruzaba conmigo. Sólo cuando el conductor me echó del autobús comprendí que el juego tenía gracia únicamente con los peregrinos.

En resumen, este paseíllo por el infierno me ayudó a comprender el por qué de las JMJ (Jornadas Mundiales del Jamón, de ahí que se celebre en España).
Resulta que la Iglesia, en su intento por parecer moderna y desenfadada, junta a una millonada de jóvenes, los dirige cual rebaño a una ciudad y los mata de calor, consiguiendo además que se alegren de ello, gracias a un milagroso libro, La Biblia, que estoy seguro que, si se interpreta correctamente, puede librarme de las recuperaciones de septiembre. Eso es la religión, hermanos, eso es.
Tanto ha influido en mí estas JMJ, que incluso yo me he convertido al cristianismo, pues llevo cuatro días dando las gracias a Dios por que los peregrinos se hayan ido y Madrid vuelva a ser una ciudad de mierda. Como debe ser.

Amén.